• ivanferrer
• A 19/03/2020

Otro aspecto que ha sacado el coronavirus del baúl de los recuerdos son los partidos clásicos: de ayer, de hoy y siempre. Las parrillas de los canales temáticos se han llenado súbitamente de contenidos y gestas históricas, puntos marcados en fosforescente en la historia del deporte. Uno de ellos, que se emitirá esta noche (a las 20:30) en Teledeporte, va a ser el mítico último partido de la Euroliga de 1994 en Tel Aviv, que enfrentó al Joventut de Badalona con el Olympiakos, en uno de los finales más delirantes de la máxima competición europea (solo comparable a la de París entre Barça y Panatinaikos).

Me fijo en la foto de éxtasis del equipo, que resume la explosión de júbilo, el hacer cima tras dos años de haber muerto en la orilla, ahogados, tocando la arena con las manos. Y entre todo el mogollón de gente veo el trofeo, y se me cae el alma a los pies. Estamos de acuerdo que la copa es un elemento simbólico que esconde mil batallas, muchas presión y sufrimiento colectivo y el levantamiento de diversas situaciones críticas al límite del KO. Bajo mi punto de vista, todo tiene que estar a la altura de un gran acontecimiento, hasta los más pequeños detalles.

Y esa copa da sencillamente pena. Parece una solución rápida y obvia, encargada en el último momento, para no tener que dar Chupa Chups a los vencedores. Por esa sencilla razón me quedo con la Stanley Cup, aunque mi conocimiento del mundo del hockey hielo es nulo. Los jugadores quedan de lujo con ella y el premio demuestra que has conseguido algo extremadamente grande y complicado. Juzgad vosotros mismos…

¿La copa debe estar a la altura del logro? ¿O te da totalmente igual?

photo credit: PhotoLanda El Vigilante de la Playa via photopin (license)