¿Necesitas las cosas de siempre convertidas en chorradas exclusivas?
Los futbolines marcaron algunas etapas de mi vida. Durante la EGB, era uno de los elementos estrella de la ludoteca del colegio, en la que también destacaba una flamante mesa de ping pong o juegos de mesa como la mítica Fuga de Colditz. Nos tirábamos las horas muertas jugando los viernes tarde, sobre todo, y esperando turno cuando nos tocaba lidiar con la derrota. Se trataba de un clásico hecho a base de madera, que reunía el derby Barça – Espanyol en jugadores de formato metálico. Yo, debido a mi poca habilidad, me decanté rápido por la defensa, intentando tapar las acometidas de la delantera rival, los sorpresivos tiros desde el centro del campo y los obuses de la defensa. Me encantaba lanzar trallazos desde atrás y escuchar el sonido sordo que la madera, al recibir el impacto de la bola, caer en el agujero y convertirse en gol. Me encantaba jugar, ganar, perder, esperar y volver a jugar…
En el instituto se convirtió, en cambio, en un ejercicio de supervivencia para aguantar el mayor tiempo posible con una mínima inversión. Todo se tornaba más dramático cuando amenazaba el charco que se creaba debajo del futbolín, cuyo modelo era como una mesa gigante. Si acababa la partido y te habían dejado a cero, tenías que pasar a gatas con tu compañero, con el consiguiente remojón extra en manos y rodillas… Aquel artefacto de exterior, ya estaba bastante hecho polvo, aunque aguantaba con dignidad.
Por mucho glamour que pretendas dotar al fútbol de los que prefieren no moverse del sitio, no creo que tenga utilidad alguna como artículo de mírame y no me toques. La diversión y el sufrimiento son congénitos al fenómeno del futbolín, que caba siempre con ese ruido sordo de chocar contra la madera…
¿Un futbolín puede ser una obra de arte a la que admirar? ¿O hay que darle caña?
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