¿Papá, cuando se acaba el fútbol?
Parece que hemos llegado a una espiral esquizofrénica hacia el infierno que nos conduce inexorablemente a un NON-STOP de deporte fútbolístico los 365 días del año. Primero cayó la tele, con el himno nacional y las imágenes del monarca a medianoche, para dar paso a la carta de ajuste. Y ahora esta presión que elevará a la categoría de nostálgico ese sentimiento veraniego de tener unas ganas tremendas que vuelva la liga.
Acaba el torneo doméstico y mientras aún ni sabemos quién acompañará el año que viene a Elche y Villarreal como nuevos equipos de Primera División, ya estamos enzarzados y enfrascados con la Copa Confederaciones. Ese extraño torneo que apadrina la FIFA. Una competición que tiene como objetivo, un año antes del Mundial y en la misma sede, conocer la capacidad organizativa del país anfitrión. Objetivo extraño donde los haya. Porqué a un año vista, ¿alguien se atrevería a expulsar a la selección brasileña por no disponer de una organización a la altura?
Ciencia-ficción aparte, el tiempo dirá si este torneo se asienta como referente en el calendario y si las selecciones participantes le dan mucha importancia. Torneos de esta índole son acontecimientos generados por la industria para darse autobombo, comunicar las excelencias de la competición y ganar visibilidad; como pueden serlo también los Oscars de Hollywood, el Coche del Año o los Premios EISA de la industria de la electrónica.
¿Realmente este tipo de premios tienen la misma importancia para el público en general que para la industria? ¿Es rentable mantener este tipo de acontecimientos endogámicos en los que jurados especializados y sectoriales premian a las marcas?
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